martes, 25 de abril de 2006

Carta misionera

Nota previa: Estimado lector. Esta carta está específicamente dirigida a aquellos con quienes compartí una Semana Santa misionera en Oaxaca, y muchos de los elementos de la misma son relacionados a esta aventura. Aún así, dichos elementos pueden llegar a ser perfectamente comprensibles, por lo que te invito a leerla.

Por último, también te invito a la prudencia. No publico la carta en este espacio en concreto como expresión ideológica (aunque sí tengo las convicciones que aquí expreso), sino que mis pretensiones son meramente literarias. Por supuesto, los comentarios y críticas en cualquier sentido (ya sea literario, ideológico o de cualquier otra índole) son siempre bien recibidos y, como siempre, respectivamente contestados.

Espero que lo disfrutes.


Amigos,

Hoy seguimos caminando después de la larga travesía. Nuestro lecho nocturno es más suave que el ríspido suelo amortizado por un par de cobijas o que los inquietos y ruidosos resortes de un modesto catre; la calidez de nuestras regaderas son lluvia placentera y no azotes gélidos en la espalda; somos comensales del gran banquete diario de nuestra mesa con sazón familiar y no mártires que empujan al estómago lo que parece ser una póstuma gallina desplumada; las aguas frescas y los elíxires frutales nos renuevan de las inclemencias de la radiante estrella en lugar de sufrir hasta las lágrimas por la viscosidad del maíz con frijoles y pipián con el que otros se deleitan en ocasiones especiales. Nuestros recorridos van acompañados de música y aire acondicionado y no de nuestros viejos tenis y la ferocidad de nuestras rodillas malacostumbradas.

Sí, nuestro camino parece más acogedor, más ad hoc a nuestro estilo de vida cotidiano. Todos nos dimos cuenta de que estábamos en casa al regresar después de diez lunas y encontrarnos con una cama de aquellas que, al final, ya ni extrañábamos. Volvimos al hogar. ¡Vaya sensación de alivio!, gracias Señor por conservar nuestro baño igual que el día en que nos marchamos. ¡Ah!, mi programa de TV favorito, mi partido de fútbol, mis sobrinos, mis amigos, mi familia. ¡Mi computadora! Y, válgame el Señor, ¡mi oficina!

Desgraciadamente, a diferencia del confort espiritual, el confort material tiene un precio muy alto: la relajación. Qué diferente es levantarse “con Jesús en la boca” y no “con el Jesús en la boca”, o acostarse con un “gracias Dios mío por un día más” y no con el “gracias Dios mío porque se acabó un día más”. Que sencillo fue entregarse en cuerpo y alma a la gente y a nuestra misión. “¡Pásele, misionero! Motivación incluida y garantizada o le devolvemos sus pecados.”.

Cualquiera que sea nuestra situación, insisto, seguimos caminando. Tal vez sobre distintas veredas que nos llevan a distintas situaciones, pero no a distintos lugares. Vayas por donde vayas aquí hay de dos sopas: o cantas aleluya o ay, ay, ay, ay canta y no llores. Por supuesto, para todo hay atajos y puede ser bueno tomarlos, pero tampoco es que tengamos mucha prisa por regresar el barro a donde pertenece.

Hoy, amiga y amigo misionero, caminamos por la vereda más escabrosa. ¡Ah, cómo no! No me discutas porque estoy seguro de que es así. Con la camita que nos descansa, la comida que nos gusta, la música que nos deleita y la televisión que nos atonta, perdemos la sensibilidad a la realidad, a esa verdad trascendental para la que existimos. Esos que dicen que la principal incógnita de la humanidad es “para qué existimos” o se hacen tarugos o definitivamente lo son. Lo difícil no es conocer nuestro fin sino las veredas que hay que tomar para llegar a él. Y vaya que con tanto confort a nuestro alrededor es complicado elegir las vías correctas. Después de ver las desgracias de aquellos humildes mazatecos, no pudimos evitar sentirnos afortunados, pero créanme que ellos nos llevan buena ventaja. Así que no hay que apretar el paso, sino llevarlo constante por el camino correcto. ¿Que ya te tropezaste?, pues no seas tarugo, levántate y anda que los pies Él jamás los corta mientras tengamos el deseo de conservarlos.

No me malinterpreten. Esto es, en principio, un ensayo de autocrítica, pero me sé hijo de Dios al igual que ustedes y estoy consciente ese gran valor nuestro llamado igualdad (en las buenas y en las malas, pero nunca para mal).

Me despido, pues, con la oración de la amistad incondicional, de la disponibilidad constante en el arduo esfuerzo de la caridad y del deseo de volverlos a ver temprano (en un agradable reencuentro), tarde (en la consolidación de esa amistad) y siempre (en compañía del que todo lo puede).

Juan Alberto Barragán B.