El Púgil Queco
–¡Apúrale, Queco, que vas a llegar tarde! –le gritó su
madre al tiempo que tomaba su bolso y su paraguas y se dirigía a toda prisa al
taxi que les esperaba al pie de la acera de cantera ennegrecida por las
copiosas gotas de lluvia que caían esa noche sobre las calles de Siena.
Enrico era un púgil sienés que, después de haber viajado
al extranjero para aprender las artes del boxeo, regresaba triunfante a su
natal Siena para enfrentar al que en aquel entonces era considerado el mejor
pugilista de la Toscana, el florentino Antonio Fragotti.
Enrico, quien cariñosamente era llamado ‘Queco’ por su
madre, se miraba fijamente en el espejo, paseando su mirada sobre aquellas
huellas que le habían dejado tantas y tantas batallas sobre el ring. Mientras
se encontraba absorto en la historia de cada una de sus marcas y cicatrices, su
madre irrumpió en la habitación y, con un tono dulce, casi ceremonial, y
tomándole suavemente del brazo, le urgió a levantarse y apresurarse al taxi que
los llevaría al lugar de la pelea.
Era el cuarto round y la espalda de Queco se presionaba
contra las cuerdas, estirándolas con firmeza, mientras Antonio Fragotti lo
castigaba sin piedad con los puños.
La derrota ante los suyos no fue jamás digerida por
Queco. “Puedo entender su victoria, pero jamás entenderé mi derrota”, solía
decir con la cabeza gacha.
Ese día fue el último que vio a Queco sobre un ring de
boxeo.
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